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Iba caminando por la biblioteca a mediodía, sintiendo la necesidad triste de un abrazo; era triste porque no había nadie que la satisficiera, pero, sobre todo, porque hay pocas soledades más profundas que las que se viven en medio de una multitud de rostros desconocidos: gente que bromea, gente que lee, gente que espera, gente que se abraza... gente para quien uno no existe.
Entonces comencé a preguntarme si un abrazo en ese momento era lo que de verdad quería, y descubrí que no. Descubrí que necesitaba a alguien que me abrazara en ese momento, que me llevara de vuelta a casa, que me abrazara mientras dormía, que me despertara con un beso y me acompañara de la mano al día siguiente y todos los que siguieran a ése, prometiéndome siempre que todo estaría bien, que nunca más volvería a estar sola y que mi tristeza, ésa tan punzante e irracional, desaparecería sin dejar rastro. Me sentí patética.
Siempre he creído que los hombres llegamos solos a este mundo y de la misma manera lo dejamos; tiendo a creer, también, que, por destino, por órdenes divinas, por predisposición humana o lo que quiera uno pensar, hay alguien especial que moverá nuestro mundo de una manera que nadie más lo hará nunca. Sin embargo, la idea de que ese alguien exista no anula, para mí, la idea de individualidad, sino todo lo contrario; no creo que sea prudente ni inteligente vivir esperando que llegue otro a recoger y armar nuestros pedazos; necesitamos estar enteros para tener algo que ofrecerle. Y es por eso que me sentía patética en mi tristeza: una persona hecha pedazos entre una multitud para quien la vida no se detenía, un pedacerío que debería ser una persona necesitando un abrazo permanente y una promesa eterna e infalible de bienestar.
Salí entonces de la biblioteca a encontrar a una amiga, y leímos. Como cada semana, ella eligió un pasaje bíblico que leímos y analizamos juntas. Ese día se trató de Marcos 2:
Y entró otra vez en Capernaum después de algunos días, y se oyó que estaba en casa.
2 Y luego se juntaron a él muchos, que ya no cabían ni aun a la puerta; y les predicaba la palabra.
3 Entonces vinieron a él unos trayendo un paralítico, que era traído por cuatro.
4 Y como no podían llegar a él a causa del gentío, descubrieron el techo de donde estaba , y haciendo abertura, bajaron el lecho en que yacía el paralítico.
5 Y viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados.
[...]
11 A ti te digo: Levántate, y toma tu lecho, y vete a tu casa.
12 Entonces él se levantó luego, y tomando su lecho, se salió delante de todos, de manera que todos se asombraron, y glorificaron a Dios, diciendo: Nunca tal hemos visto.
Y pues eso: me llegó. Me sentí el paralítico que necesita todo el tiempo de los cuatro que lo carguen, con la diferencia de que a mí no me llevan cuatro, me lleva un ejército entero: familia, amigos, doctores, una multitud que ha hecho agujeros en el techo y tirado paredes para acercarme a... pues no a Jesús, que religiosa no soy, ni siquiera creyente, pero a algo me acercan, a algo que tal vez podríamos llamar felicidad o bienestar, tal vez al éxito como lo concibe el novio de mi muy querida hermana: hacer el máximo esfuerzo y estar satisfecho con eso; y yo quiero levantarme y andar, levantarme, tomar mi lecho y salir por la puerta, caminando con toda esa gente cuando sea posible y estar felizmente sola cuando no lo sea.
Y lo haré.