Es un día soleado. Llega papá a su casa blanca de suburbio en su auto nuevo; en el asiento del copiloto, su hija menor, su bebé. El resto de la familia los espera con alegría sobre la acera. Papá intenta subir de frente el auto a la banqueta, para estacionarlo, pero no lo logra, sino hasta la tercera vez; pero entonces no se detiene: tira la cerca de su jardín y acelera aún más. Ella piensa que todo ha sido un accidente, pero él comienza a reír y derriba el muro del vecino, y el siguiente, y todos los que le siguen. La familia y el día soleado quedan atrás. Él sigue riendo; ella se da cuenta de que, una vez más, él ha estado tomando, y llora: llora por él.
Cuando no hay más muros ni cercas ni jardines qué atravesar, se encuentran de noche en una autopista. Él detiene el auto y la reta con una ebria sonrisa a escapar, en la noche, en medio de la nada. Ella abre la puerta, pone un pie fuera del auto, para de llorar por un segundo y observa las pequeñas luces en la oscuridad de la autopista. Rompe de nuevo en llanto y se da cuenta de que no puede; vuelve a su asiento y cierra la puerta. Él arranca, riendo de ella, de su impotencia. Ella llora: llora por ella y llora por él.
Ella despierta.
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