- No, madame, la diligencia que va a Beaulieu pasa sólo a mediodía; podría usted rentar un burro, pero el burrero ha tenido que salir hoy de Poitiers porque su mujer va a parir y el médico vive a 20 km de aquí.
Y yo sola, a las nueve de la noche -¿no es ridículo que diga “nueve de la noche” como si fuera MUY tarde?- en el límite del pueblo bicicletero que es Poitiers.
- Ñaaa... ¿qué tan lejos puede estar el hotel? Sigo la ruta que normalmente tomaría el autobús que no pasa más hoy ¡y presto!
Cinco minutos de caminata después...
¿Que la banqueta termina aquí? No hay fijón, camino por la orilla de la carretera, de cualquier forma ya casi no pasan coches.
La cosa se pone cada vez más fea: lo que de día, apreciado desde la ventana de un auto, sería un amigable bosque lleno de aves canoras, en una noche de soledad –y unas pocas copas- se convierte en un potencial escondrijo de malhechores. Del otro lado, el río perfecto para tirar el cadáver de una persona a la que un caco acaba de apuñalar para hacerse de un bolso Lacoste, una cámara fotográfica, 100 euros en efectivo, un paraguas con estampado de vaca y una caja de Menthos, entre otras artículos sin valor. Pero mejor no pensar en esas cosas tan feas.
Veinte minutos más tarde...
La imitación de acera por la que caminaba a la izquierda del camino ha desaparecido, así que he tenido que saltar el muro de contención para caminar entre los dos sentidos de la carretera, esquivando postes de luz y anuncios.
El asunto pinta cada vez peor. Tal vez sea el susto, pero el entorno ya no me parece conocido. Después de más o menos media hora de marcha, volverme hasta el centro para llamar un taxi no me apetece mucho.
Empiezo a fijarme en las casas cercanas; las de mi izquierda se encuentran en la cima de una colina frondosa que tiene cara de inescalable, al menos de noche; las de la derecha... también.
Parece, sin embargo, que hay una vereda -en medio del bosque oscuro- que lleva a la civilización. Ni modo, no hay de otra. Vuelvo a saltar el muro de contención, cruzo la carretera desierta y me aventuro.
Tengo miedo y corro. En caso de que detrás de un árbol haya un loco esperando taradas perdidas, me digo, de nada servirá correr, ya que de cualquier manera me alcanzará. Bien poco me importa lo que una persona tan estúpida como yo me diga: yo corro.
Treinta segundo después –que, espeluznante y todo, el bosquete no era tan difícil de franquear-, llego a un complejo habitacional. Educada como soy, busco casas con luces prendidas: un poco de desorientación no es razón para despertar a nadie. Nada, toda esta gente se ha dormido o ha apagado las luces para no tener que abrirme la puerta.
Salgo del complejo y fisgoneo las casas mientras camino por la banqueta. Hay una solita opción; veo a través de la ventana un hombre solitario que mira la televisión. Prefiero ignorar los peligros de entrar a la casa de una persona diciendo que soy una extranjera perdida y toco el timbre.
El tío sale en pantuflas, pijama y cara de quoi? Le explico en mi perfecto francés la situación. Él, como si fuera lo más normal del mundo, como si su portal tuviera un letrero que cantara “recepción de turistas perdidos”, me invita a pasar para llamar un taxi. Tiene un perro bonito.
Cuando entro me tranquiliza ver una chica intranquila que se sorprende de verme entrar. Su novio, esposo o lo que fuera, le explica lo que sucede mientras marca un número que conoce de memoria.
Cinco minutos después, me estoy trepando a un taxi. Veinte más, por el módico precio de 13.20 €, y estoy de vuelta en mi habitación de hotel.
Creo que, después de lo que viví esa noche –que a decir verdad no fue la primera de ese estilo y no será seguramente la última–, podríamos decir que soy una aventurera... qué digo una aventurera, una valiente. O también podríamos decir que soy simplemente estúpida, lo que sería más acertado.
Cambiando un poco de rumbo temático –que no geográfico– ¿qué culpa tiene la bella ciudad medieval de Poitiers? Creo que la he agarrado un poco duro contra ella. Ahora que las semanas han pasado, he decidido olvidar nuestras diferencias y convertirme en su promotora no-oficial. Sorprendería ver las caras de asombro de los franceses que se enteraron de que pasaba un día en Poitiers, por no mencionar a todos los extranjeros que no la han oído nombrar siquiera. Es evidente que sus iglesias románicas, su hermoso palacio de justicia del siglo XII... sus iglesias románicas... y... un restaurante muy bueno, cuyo nombre no recuerdo, han pasado indignamente desapercibidos.
No, escribiendo en serio, en Poitiers vale bien la pena pasar un día si se está dispuesto y preparado a enfrentar los inconvenientes de las pequeñas ciudades. Además tiene el punto fuerte de poder ser explorada casi en su totalidad en un buen día de caminata, lo que deja el espíritu tranquilo al tomar el tren a la mañana siguiente.
Así que, mis muy queridos e innumerables lectores, brindemos a la salud de Poitiers, y, sobre todo, brindemos por sus pocas pero majestuosas atracciones, tan injustamente ignoradas.
Si no es mucho pedir, me gustaría que además de acompañarme en este brindis encendieran una veladora y rezaran tres rosarios para mí, ya que parto a Londres este fin de semana. Vistos los enredos que tengo en un par de kilómetros cuadrados, podemos bien temer que mi fin de semana en una de las metrópolis más bulliciosas del mundo me prepare algunas sorpresas. Pase lo que pase, sin embargo, creo que podemos estar seguros de que autobuses no me faltarán. Me deseo lo mejor.
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