Capítulo I: Pachita va a Versalles
A pesar de que son las cinco de la mañana y de que la temperatura fuera de casa ronda los 0º C, Pachita se levanta contenta. Éste es un día especial: Pachita va a Versalles. Toma una ducha, se peina, se perfuma y se pone su mejor corbata de moñito. Revisa una vez más que las cosas necesarias se encuentren en su bolsa y parte a la estación de RER; sí, de RER.
Es difícil saber cómo, cuándo o por qué nació esa aversión de Pachita a los autobuses, pero lo cierto es que prefiere tomar el tren que hace dos horas de camino que el bus que hace 40 minutos. O tal vez ella simplemente ignora la existencia de tal autobús; es difícil saberlo. Dos horas después, entonces, llega a la estación de RER de Versalles.
Ella sale y, con ese increíble sentido de la orientación suyo, gira sin dudar a su derecha y camina hasta la avenida; una vez allí, encuentra a su izquierda el palacio que el visionario Luis XIV construyó para impresionar a turistas y residentes a través de los siglos (y para sacarles montones de pasta, ¿por qué no?).
Pero no, Pachita no gira en la avenida; sigue derecho y se forma detrás de unas... 60 personas. El día de hoy, Pachita va a la Prefectura.
Hace un frío que cala, y duro. Pachita, sin embargo, está contenta porque al fin, después de pasar media hora recargada en una pared miada, la fila comienza a avanzar y ella entra. En la recepción le dan una ficha, la 815. La pantalla anuncia en rojo intermitente el número uno. Pachita se sienta entre una señora gorda que porta un vestido de todos los colores del arco iris y un tipo lleno de bisutería dorada que le echa miraditas y sonrisas libidinosas.
El tiempo pasa. Se toma dos cafés, empieza Guerra y Paz, va tres veces al baño, cuanta las trencitas que su vecina lleva en la cabeza y los azulejos del piso, termina Guerra y Paz y duerme las horas de sueño que le han faltado en casa. Cuando la pantalla marca por fin su turno, Pachita saca fuerzas de flaqueza y se acerca a la ventanilla arrastrando el archivero que contiene los documentos que le han pedido: original y tres copias de su pasaporte, su visa, las identificaciones de sus parents d’accueil y las de sus hermanos (en caso de que hubiera medios hermanos, era también necesaria el acta de nacimiento de los primos segundos de los niños que la chica au pair -que eso es lo que Pachita es- cuida), comprobante de domicilio, tres fotos de frente, cuatro de un costado, cuatro y media del otro y dos de la nuca, además de un ensayo escrito a mano, con letra legible, sobre la importancia de la Prefectura de Versalles a nivel mundial, citando al menos cinco fuentes bibliográficas.
Llega, pues, a la ventanilla, presta a entregar sus papeles, pero la mujer que la recibe sólo le pide su pasaporte; lo revisa desde la primera página hasta la última, lo mira a contraluz, compara a la Pachita de la vida real con la que aparece en el permiso temporal expedido en su país de origen y, después de permanecer algunos segundos con una expresión suspicaz en el rostro, le devuelve su pasaporte acompañado de una hoja que informa la hora a la que Pachita deberá presentarse tres meses más tarde. Nada de entregar papeles por el momento.
Pachita vuelve confundida a casa. Esta gente no le da buena espina.
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