jueves, 30 de abril de 2009

Crónicas de Pachita en París y alrededores


Capítulo I: Pachita va a Versalles


A pesar de que son las cinco de la mañana y de que la temperatura fuera de casa ronda los 0º C, Pachita se levanta contenta. Éste es un día especial: Pachita va a Versalles. Toma una ducha, se peina, se perfuma y se pone su mejor corbata de moñito. Revisa una vez más que las cosas necesarias se encuentren en su bolsa y parte a la estación de RER; sí, de RER.

Es difícil saber cómo, cuándo o por qué nació esa aversión de Pachita a los autobuses, pero lo cierto es que prefiere tomar el tren que hace dos horas de camino que el bus que hace 40 minutos. O tal vez ella simplemente ignora la existencia de tal autobús; es difícil saberlo. Dos horas después, entonces, llega a la estación de RER de Versalles.

Ella sale y, con ese increíble sentido de la orientación suyo, gira sin dudar a su derecha y camina hasta la avenida; una vez allí, encuentra a su izquierda el palacio que el visionario Luis XIV construyó para impresionar a turistas y residentes a través de los siglos (y para sacarles montones de pasta, ¿por qué no?).

Pero no, Pachita no gira en la avenida; sigue derecho y se forma detrás de unas... 60 personas. El día de hoy, Pachita va a la Prefectura.

Hace un frío que cala, y duro. Pachita, sin embargo, está contenta porque al fin, después de pasar media hora recargada en una pared miada, la fila comienza a avanzar y ella entra. En la recepción le dan una ficha, la 815. La pantalla anuncia en rojo intermitente el número uno. Pachita se sienta entre una señora gorda que porta un vestido de todos los colores del arco iris y un tipo lleno de bisutería dorada que le echa miraditas y sonrisas libidinosas.

El tiempo pasa. Se toma dos cafés, empieza Guerra y Paz, va tres veces al baño, cuanta las trencitas que su vecina lleva en la cabeza y los azulejos del piso, termina Guerra y Paz y duerme las horas de sueño que le han faltado en casa. Cuando la pantalla marca por fin su turno, Pachita saca fuerzas de flaqueza y se acerca a la ventanilla arrastrando el archivero que contiene los documentos que le han pedido: original y tres copias de su pasaporte, su visa, las identificaciones de sus parents d’accueil y las de sus hermanos (en caso de que hubiera medios hermanos, era también necesaria el acta de nacimiento de los primos segundos de los niños que la chica au pair -que eso es lo que Pachita es- cuida), comprobante de domicilio, tres fotos de frente, cuatro de un costado, cuatro y media del otro y dos de la nuca, además de un ensayo escrito a mano, con letra legible, sobre la importancia de la Prefectura de Versalles a nivel mundial, citando al menos cinco fuentes bibliográficas.

Llega, pues, a la ventanilla, presta a entregar sus papeles, pero la mujer que la recibe sólo le pide su pasaporte; lo revisa desde la primera página hasta la última, lo mira a contraluz, compara a la Pachita de la vida real con la que aparece en el permiso temporal expedido en su país de origen y, después de permanecer algunos segundos con una expresión suspicaz en el rostro, le devuelve su pasaporte acompañado de una hoja que informa la hora a la que Pachita deberá presentarse tres meses más tarde. Nada de entregar papeles por el momento.

Pachita vuelve confundida a casa. Esta gente no le da buena espina.

miércoles, 29 de abril de 2009

Mi encuentro cercano del tipo borroso con Poitiers


- No, madame, la diligencia que va a Beaulieu pasa sólo a mediodía; podría usted rentar un burro, pero el burrero ha tenido que salir hoy de Poitiers porque su mujer va a parir y el médico vive a 20 km de aquí.

Y yo sola, a las nueve de la noche -¿no es ridículo que diga “nueve de la noche” como si fuera MUY tarde?- en el límite del pueblo bicicletero que es Poitiers.

- Ñaaa... ¿qué tan lejos puede estar el hotel? Sigo la ruta que normalmente tomaría el autobús que no pasa más hoy ¡y presto!

Cinco minutos de caminata después...

¿Que la banqueta termina aquí? No hay fijón, camino por la orilla de la carretera, de cualquier forma ya casi no pasan coches.

La cosa se pone cada vez más fea: lo que de día, apreciado desde la ventana de un auto, sería un amigable bosque lleno de aves canoras, en una noche de soledad –y unas pocas copas- se convierte en un potencial escondrijo de malhechores. Del otro lado, el río perfecto para tirar el cadáver de una persona a la que un caco acaba de apuñalar para hacerse de un bolso Lacoste, una cámara fotográfica, 100 euros en efectivo, un paraguas con estampado de vaca y una caja de Menthos, entre otras artículos sin valor. Pero mejor no pensar en esas cosas tan feas.

Veinte minutos más tarde...

La imitación de acera por la que caminaba a la izquierda del camino ha desaparecido, así que he tenido que saltar el muro de contención para caminar entre los dos sentidos de la carretera, esquivando postes de luz y anuncios.

El asunto pinta cada vez peor. Tal vez sea el susto, pero el entorno ya no me parece conocido. Después de más o menos media hora de marcha, volverme hasta el centro para llamar un taxi no me apetece mucho.

Empiezo a fijarme en las casas cercanas; las de mi izquierda se encuentran en la cima de una colina frondosa que tiene cara de inescalable, al menos de noche; las de la derecha... también.

Parece, sin embargo, que hay una vereda -en medio del bosque oscuro- que lleva a la civilización. Ni modo, no hay de otra. Vuelvo a saltar el muro de contención, cruzo la carretera desierta y me aventuro.

Tengo miedo y corro. En caso de que detrás de un árbol haya un loco esperando taradas perdidas, me digo, de nada servirá correr, ya que de cualquier manera me alcanzará. Bien poco me importa lo que una persona tan estúpida como yo me diga: yo corro.

Treinta segundo después –que, espeluznante y todo, el bosquete no era tan difícil de franquear-, llego a un complejo habitacional. Educada como soy, busco casas con luces prendidas: un poco de desorientación no es razón para despertar a nadie. Nada, toda esta gente se ha dormido o ha apagado las luces para no tener que abrirme la puerta.

Salgo del complejo y fisgoneo las casas mientras camino por la banqueta. Hay una solita opción; veo a través de la ventana un hombre solitario que mira la televisión. Prefiero ignorar los peligros de entrar a la casa de una persona diciendo que soy una extranjera perdida y toco el timbre.

El tío sale en pantuflas, pijama y cara de quoi? Le explico en mi perfecto francés la situación. Él, como si fuera lo más normal del mundo, como si su portal tuviera un letrero que cantara “recepción de turistas perdidos”, me invita a pasar para llamar un taxi. Tiene un perro bonito.

Cuando entro me tranquiliza ver una chica intranquila que se sorprende de verme entrar. Su novio, esposo o lo que fuera, le explica lo que sucede mientras marca un número que conoce de memoria.

Cinco minutos después, me estoy trepando a un taxi. Veinte más, por el módico precio de 13.20 €, y estoy de vuelta en mi habitación de hotel.

Creo que, después de lo que viví esa noche –que a decir verdad no fue la primera de ese estilo y no será seguramente la última–, podríamos decir que soy una aventurera... qué digo una aventurera, una valiente. O también podríamos decir que soy simplemente estúpida, lo que sería más acertado.


Cambiando un poco de rumbo temático –que no geográfico– ¿qué culpa tiene la bella ciudad medieval de Poitiers? Creo que la he agarrado un poco duro contra ella. Ahora que las semanas han pasado, he decidido olvidar nuestras diferencias y convertirme en su promotora no-oficial. Sorprendería ver las caras de asombro de los franceses que se enteraron de que pasaba un día en Poitiers, por no mencionar a todos los extranjeros que no la han oído nombrar siquiera. Es evidente que sus iglesias románicas, su hermoso palacio de justicia del siglo XII... sus iglesias románicas... y... un restaurante muy bueno, cuyo nombre no recuerdo, han pasado indignamente desapercibidos.

No, escribiendo en serio, en Poitiers vale bien la pena pasar un día si se está dispuesto y preparado a enfrentar los inconvenientes de las pequeñas ciudades. Además tiene el punto fuerte de poder ser explorada casi en su totalidad en un buen día de caminata, lo que deja el espíritu tranquilo al tomar el tren a la mañana siguiente.

Así que, mis muy queridos e innumerables lectores, brindemos a la salud de Poitiers, y, sobre todo, brindemos por sus pocas pero majestuosas atracciones, tan injustamente ignoradas.

Si no es mucho pedir, me gustaría que además de acompañarme en este brindis encendieran una veladora y rezaran tres rosarios para mí, ya que parto a Londres este fin de semana. Vistos los enredos que tengo en un par de kilómetros cuadrados, podemos bien temer que mi fin de semana en una de las metrópolis más bulliciosas del mundo me prepare algunas sorpresas. Pase lo que pase, sin embargo, creo que podemos estar seguros de que autobuses no me faltarán. Me deseo lo mejor.