“Pisa el charco”. Éstas fueron las tres primeras palabras que la oí decir.
-¿Perdón? – Le pregunté al extraño parado a mi lado, que esperaba la señal del semáforo para cruzar la encharcada avenida y que volteó a verme con tremenda cara de susto; imagino que no le gustó lo que vio, porque, sin darme respuesta, huyó a paso rápido y se refugió dentro de un consultorio médico en nuestro lado de la calle. Supongo que después de todo no era para él tan importante alcanzar la otra acera, o al menos no después de que yo lo obligara involuntariamente a ordenar sus prioridades.
Sinceramente, no he podido juzgar de forma tan dura su descortesía. En una ciudad de locos como ésta, es necesario andarse con ojo; en un segundo, mientras esperas el cambio de luz, un ser ajeno a tu mundo te dice “¿perdón?” y en el instante que te toma ponerte a la altura de la situación, el maniático te hunde en las costillas un cuchillo de carnicero que ocultaba entre los pliegues de su gabardina negra, pasando de esta manera a formar parte de tu historia. Verdaderamente, la considero una forma demasiado brutal de entrar en la vida de alguien… no es mi tipo.
El caso es que a este hombre mi rostro –o tal vez la entonación de mi pregunta, ¿por qué no?- le mostró intenciones totalmente contrarias a las que el resto de mi cuerpo tenía, así que, sin más, nuestro precario encuentro encontró su fin.
Después de observar con mirada perpleja la huida del pobre hombre, y de llegar a la conclusión de que quien me hablaba no era visible, ya que nadie más permanecía en el lugar, decidí sentarme en la banqueta, ignorando la humedad que la invadía, pues siempre es mejor esperar en una posición cómoda, lo que me dispuse a hacer. Quería respuestas del ser impalpable, quería que la voz me explicara por qué debía pisar el charco; iba a esperar el resto del perecedero y casi siempre turbio atardecer citadino y toda la fría noche desestrellada si era necesario, aunque eso implicara empapar mi indumentaria con agua pisada por decenas, tal vez cientos de transeúntes.
Esperé pacientemente un par de horas, viendo pasar cada vez menos compatriotas (y algunos que no lo eran, pues me encontraba en un barrio turístico), hasta que la volví a escuchar, poco antes de que el sol se ocultara.
-¿Lo vas a pisar o no?- Me preguntó en tono de hastío, lo que me hizo pensar que, al igual que yo, había estado esperando, sólo que ella más impacientemente. Si tuviera que adivinar, diría que ella fue la primera en hablar porque se encontraba imposibilitada para esperar en una posición tan placentera como la que yo elegí; o al menos a mí no me es posible imaginar a una voz sentada, y no debe ser sencillo permanecer suspendido, sin desparramarse, en algún lugar del universo por varias horas. En mi opinión, todos los seres corpóreos deberíamos estar agradecidos de poder tomar asiento y esperar cómodamente a las voces que flotan por ahí.
Ahora, debo decir que no fue fácil hablar con un ser invisible en presencia de tanta gente como yo me encontraba, y seguro que tampoco fue una escena agradable para los fugazmente cambiantes presentes, quienes apresuraban el paso al caminar cerca de mí. Mi incomodidad aumentó considerablemente al darme cuenta de que yo ni siquiera conocía a mi novedosa compañera, pues bien sabido es que no hay un ápice de prudencia en la decisión de entablar conversaciones con extraños, y mucho menos en dejarse conducir por ellos a lugares solitarios y desconocidos como son los charcos. Esta última preocupación desplazó la primera hacia un segundo plano, así que decidí dar muerte a mi inquietud investigando la identidad del imperioso ser.
-Si eres educada, y te hablo a ti, voz hasta hace unas horas desconocida –le dije diplomáticamente-, debes presentarte antes de mandar cualquier cosa.
-Soy la voz que te ordena pisar el charco y que está a punto de perder la poca paciencia que aún le queda –se introdujo en tono hosco.
-Así está mejor –decidí aceptar su entonación grosera, pues siempre me he preciado de ser una persona tolerante-. Ahora que hemos cumplido con las formalidades podemos pasar al siguiente punto. Necesito saber por qué debo pisar el charco. No pienso hacer algo sin razón alguna, así que te escucho.
-Obviamente debes pisarlo para poder llegar a las nubes, ¿de qué otra forma, si no? Tal vez te anime saber que es la única manera de alcanzarlas y que éstas son la mejor época del año y la mejor hora del día para hacerlo.
-Sea pues –respondí con decisión pasados tres segundos-. Siempre que sea el cielo la meta final...
-¡No, no, no! –me interrumpió alarmada- ¡El cielo no! Son las nubes tu destino.
-¿No viene siendo lo mismo?
-Por supuesto que no, al menos no como tú lo crees –me sorprendió su capacidad de interpretar tan acertadamente mis pensamientos-. No vienes a un lugar divino a encontrarte con Dorian, el gato bizco, compañero de tu niñez, que murió atropellado una templada noche de invierno; mucho menos a hartar con preguntas al autor de la obra cuyo personaje principal te inspiró a la hora de dar nombre al mencionado occiso. Nada de eso. Tú, acompañado por mí...y algunos otros que conocerás después. Eso es todo.
-En ese caso...no lo sé; tenía ganas de ver a mi gato.
-Puedes quedarte en la banqueta o regresar al desagradable cuartito húmedo que habitas, si así lo prefieres. Por lo menos allá arriba se puede respirar bien… cuando se tiene nariz, claro está.
-No hay por qué recurrir a la majadería -me molestó que calificara mi cuartito de “desagradable”-.Lo voy a hacer sólo porque tengo algo de curiosidad... ¿Lo piso así, sin más?
-Puedes sólo remojar los pies al principio, porque el agua está muy fría, luego zambulles el cuerpo completo, y, después de tomar aire, nadas hasta salir en la superficie de las nubes. Es fácil.
-¿Tú me guías si no puedo alcanzar el fondo?
-No sé tú, pero yo no puedo hablar bajo el agua –me dijo sarcástica-. Además, ¿qué tan difícil puede ser nadar hasta la superficie de un charco cuando el Sol te guía?
-Querrás decir al fondo.
-¿Las superficies están arriba o abajo? –preguntó con impaciencia mayor en cada palabra.
-Arriba, supongo.
-El Sol y las nubes están arriba también. Entras por el fondo del charco y sales en la superficie. Es de sentido común.
Ignorando su ya habitual descortesía y, para mi mala fortuna, también su sugerencia, entré de un solo salto en el inmenso charco delimitado por la banqueta. Pensé que moriría. Maldije el instante en que escuché por primera vez la voz, maldije el haber confiado ciegamente y el haber emprendido una empresa tan carente de sentido. Mientras mi cerebro se entumecía, mi cuerpo, sintiéndose cubierto en su totalidad por una agobiante película de hielo límpido, luchaba encarnizadamente contra la inmovilidad. Desde mi posición podía ver la luz del Sol, sí, pero nunca en el mismo lugar; el altanero astro se burlaba de mi condición moviéndose de un extremo a otro de mi nuevo universo líquido; era imposible seguirlo. Pero no me rendí, hice el papel de intermediario entre mi cerebro y mi cuerpo para que éstos pudieran unir sus fuerzas. Poco a poco, mis brazos empezaron a moverse, mis piernas los siguieron y, finalmente, mis ojos pudieron mirar al Sol. Nadé y nadé, me olvidé del frío y alcancé la superficie en un instante.
Emergí en el interior de una esponjosa nube anaranjada. En ese momento miré de nuevo dentro de los ojos purpúreos de la muerte. El aire era tan puro que me resultó imposible respirarlo. Con la primera inhalación, que fue muy brusca por acabar de salir yo del agua, mis pulmones se inundaron de punzantes agujas alcohólicas que no dejaron libre ni el más mínimo espacio de mi aparato respiratorio. El dolor me hizo retorcer por varios segundos, pero me di cuenta de que éste desaparecía para dar lugar al nacimiento de una ligereza no-humana que jamás había experimentado; era como dejar a un lado mi forma carnal, con la que había cargado toda mi vida, para convertirme en un cúmulo de moléculas de un extremadamente terso y sutil elemento aún no descubierto (no por mí, al menos).
Después de chapotear un rato con mi novedoso cuerpo, descubrí que mis problemas no habían terminado todavía. La superficie suave y porosa de las nubes no facilita el agarre. Luché por varios días y una sola noche (en lugares como este la estructura del tiempo sufre ciertos cambios), hasta que logré por fin brotar. Dejé caer mi cuerpo exhausto sobre el antes vaporoso techo y ahora vaporoso suelo, y esperé lo peor. ¿Serían las nubes más irritantes que la lana? ¿Se abriría una brecha en mi lugar de descanso que me arrojaría de vuelta al mundo para hacerme pedazos contra el asfalto?Nada. Esperé, pero nada; aun la voz se había ido.
Me puse en pie y observé el inmenso paraje descubierto. Las nubes entintadas con diferentes colores acariciaban mis pies, y noté que sabores desconocidos, frescos, dulces, deliciosos e inocentes entraban por cada poro de mi piel que estaba en contacto con ellas, se concentraban en mis plantas y ascendían diluyéndose en el resto de mi cuerpo. Era casi escalofriante, como una sábana cálida abrazándome. Me tiré y rodé para poder absorberlos todos, que cada vez eran más sensibles y variados. Miles de sabores diferentes en total armonía penetraban mi cuerpo para quedarse ahí. Cuando pensaba que la sensación se acercaba a su fin, una ola sapídica me invadía con más fuerza.
Así pasé un buen rato de regocijo hasta que caí en cuenta de que todavía me esperaban muchas otras maravillas; entonces me levanté para buscarlas. Miraba todo con sorpresa y, en un segundo en que mi asombro condujo mi mirada hacia mis pies, noté que el interior de las nubes, desenterrado con mi caminata, era de colores mucho más intensos, tan hermosos que tuve que echarme de nuevo para apreciarlos mejor. Me llevé una gran sorpresa cuando descubrí que los estaba inhalando, verdaderamente los colores estaban entrando por mi nariz. A esta altura, mi interior era el más exquisito bouquet de colores y sabores, apostaría mi cabeza.
Cuando no podía pensar en la existencia de placer más grande, aprecié a lo lejos una canción, vieja conocida. La miré con asombro, venía de frente hacia mí, con un paso etéreo se acercaba cada vez más. Lo que más me sorprendió fue el haberla reconocido en su nueva forma, fue como si un amigo de toda la vida se convirtiera en dragón y lo reconociera al topármelo en la calle. Llegó por fin al sitio donde me había mantenido la maravillosa visión y me abrazó para bailar conmigo. Así pasamos varios segundos o días (no pude saberlo porque el día que entré al charco olvidé ponerme el reloj) hasta que repentinamente me soltó y se alejó de la misma forma grácil con que había llegado. Antes de continuar quiero aclarar que mi melodía no poseía, como seguramente se pensará, una forma humana. Era un ser amorfo, siempre cambiante y agradable, con combinaciones coloridas existentes sólo en esas alturas, por lo que aseguro que será imposible, para cualquiera que no haya llegado a las nubes, imaginarla.
Habiendo cumplido con esto, continuaré donde me había quedado. Después de perderla de vista en el horizonte, que no era como el que yo conocía, o sea un encuentro entre cielo y tierra, sino la inmensidad de un solo componente: las nubes; cuando la visión no me fue ya visible, decía, emprendí la búsqueda de más sensaciones. Avancé un buen trecho, sin dejar de oler y saborear, cuando tropecé con lo último que esperaba encontrar en un lugar lleno de excepciones: un campo de dientes de león. La confusión que me provocó encontrar algo tan terrenal en mi nueva residencia fue interrumpida por un cuchicheo agudito, nada desapacible, muy simpático. Me agaché para confirmar la sospecha de que el ruido venía de las plantas recientemente encontradas. Pude entonces oír sus conversaciones, difícilmente discernibles porque hablaban todos al mismo tiempo. Pasé un rato oyendo su verborrea incontrolable y descubrí que no decían más que incoherencias, adorables y nobles incoherencias. Me gustaron, no eran pretenciosas y lo mantenían todo simple, pero a un nivel elevado. Me senté junto a ellas y me uní a sus pláticas, un momento con un grupo, otro con el del al lado. Me divertí más que nunca en mi vida anterior al ascenso. Después de un rato, a pesar del placer que me brindaban las charlas, y al ser mis oídos tan exquisitamente arrullados por los dientes de león, me venció el sueño.
Al despertar un tiempo después, poco a poco se coló en mi cabeza el recuerdo de ciertos pendientes en la tierra, así que decidí regresar a arreglarlos para poder después disfrutar plenamente mi estancia en las nubes. Me disculpé con la tertulia e intenté hallar el lugar por donde había llegado. Pregunté por aquí y por allá, escarbé e inhalé, pero simplemente no pude, ni siquiera la identidad de los sabores y los olores me permitió volver, porque ésta cambiaba a cada paso. Empezaba a cansarme cuando se me ocurrió pedir ayuda a mi guía original.
-¿Voz?
-¿Si?
-Una pregunta...
-Una respuesta... –me dijo en un tono jocoso que no le conocía y que era el menos adecuado para la situación en que me encontraba.
-¿Cómo regreso a mi casa?
-Eso no lo sé.
-Si no sabes, no debiste haberme traído aquí, sin saber mis planes a futuro.
-Si tenías planes a futuro, no debiste haber subido. Yo te propuse un viaje, y tú aceptaste, ahora es problema tuyo la cuestión del descenso.
-¡Uy! ¿Qué hacer?... ¿De veras, de veritas que no sabes cómo puedo volver?
-No sé cómo puedes lograrlo a voluntad, lo único que sé es que en cualquier momento vas a caer de nuevo, entonces ya no podrás subir, sin importar cuánto lo desees.
Me sorprendió lo que me dijo. Me asustó. Yo no quería caerme para siempre, sólo necesitaba un par de horas para entregar el cuarto a la casera, empacar algo de ropa, de agua…debía…
-¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah! –caí de pronto, mientras intentaba vislumbrar la solución a todo esto. Algo o alguien jaló mi tobillo izquierdo con tanta fuerza, que me fue imposible resistir; éste se sintió mordido y atraído hacia el abismo por mandíbulas desdentadas, pero furiosas; mi dedo anular, último en tener contacto con el celaje, absorbió rápidamente un último sabor, como si supiera que sería el postrero; mi nariz alcanzó a aspirar un color más antes de emprender su caída junto con el resto de mi cuerpo, el tinte más hermoso, melancólico y evocador de todos; mi melodía se asomó por el agujero un segundo antes de que éste se cerrara, y los dientes de león…no los escuché ni miré más, sólo pude recordarlos durante mi descenso, el cual, por cierto, no fue corto.
Un ruido seco, de sandía tirada al piso como parte de un infantil divertimento, es lo que se oyó en el callejón casi vacío donde mi cabeza hizo colisión con el piso. Yací ahí varios días, sin que nadie me ayudara a levantar mis restos, me llevara un trago de agua para la sed, me invitara un café para la decepción. De vez en cuando algunos se asomaban por las ventanas de los edificios adyacentes para ver mi espectáculo; en ocasiones me aventaban cosas pesadas en la cabeza, pero sólo para lastimarme, nunca nadie intentó ayudarme. Tuve que lograrlo todo con los medios que tuve al alcance. Comí algo de basura de un bote cercano, tomé agua de los desagües sucios y metí poco a poco las entrañas que el impacto había sacado de su lugar. Sólo hubo dos cosas que no pude colocar en su lugar: una fue mi dentadura, pues estaba hecha añicos; la otra mi cerebro, porque jamás lo encontré.