jueves, 16 de julio de 2009

Crónicas de Pachita en París y alrededores


Capítulo II: Una ida


Pachita se levanta a las cuatro en punto. Ha dormido tres horas. Se peina, se viste, toma un gran café, se lava los dientes y sale justo a tiempo para tomar el taxi que viene a buscarla.

A mitad del camino, se detienen por completo. Por completo. El taxista comenta que eso es rarísimo y que casi nunca sucede. Pachita abre la boca para responder que esas cosas son más bien comunes cuando Pachita tiene que estar en cierto lugar a cierta hora, pero recuerda que sus cercanos le han dejado bien claro, de la manera más amable posible, que están hartos de su actitud negativa y de su persona en general. Pachita se limita, entonces, a decir “Ah, bon?” en tono indiferente. Cinco minutos después, avanzan normalmente.

Pachita llega justo a tiempo. La fila para registrarse mide varias decenas de metros, pero a Pachita no le importa porque tiene muchas horas de sobra. Pachita se forma.

Mientras espera, Pachita lee que UNA SOLA PIEZA de equipaje de mano por pasajero es aceptada. Pachita lleva dos. “No hay problema”, se dice; saca sus efectos personales de la bolsa de mano: espejo, teléfono, iPod, libro, pluma, libreta, cartera, pasaporte; todo. Saca sus llaves para abrir el candado de la maleta. Antes de que cualquier cosa suceda, guarda cuidadosamente las llaves en su bolsa. Pachita arregla la bolsa dentro de la maleta y la cierra de nuevo con candado. PACHITA ARREGLA CUIDADOSAMENTE LA LLAVE EN SU BOLSA. PACHITA ARREGLA LA BOLSA DENTRO DE LA MALETA Y CIERRA DE NUEVO CON CANDADO. Pachita siente nauseas.

Decide no pensar más en la maleta por el momento. Pachita se registra sin problemas.

Una cosa que hay que saber sobre Pachita es que es desidiosa; no, Pachita es más bien DESIDIOSA. Pachita pasó toda la semana anterior haciendo... nada, realmente. Pachita paseó mucho por su ciudad preferida, pero pasó también mucho tiempo tumbada en la cama. El asunto es que Pachita no imprimió sus reservaciones de vuelo y de hotel.

Pachita, como la buena viajera que es, sabe que en esta era de tecnología no es necesario sino mostrar su identificación para que le entreguen los boletos de avión y la habitación de hotel que ha reservado por internet. Pachita sabe también que al viajar al extranjero, en los controles de rutina, le pueden pedir comprobantes de reservación de hotel y de vuelo de vuelta. Pachita ha logrado convencerse, a pesar de que su conciencia le dice lo contrario, de que no ha impreso esos documentos porque no ha tenido tiempo para hacerlo, y de que lo hará en cuanto tenga la oportunidad; si ésta no llega, sabrá arreglárselas con la oficina de migración, está segura.

Pachita no tiene mucha hambre, pero sabe que más tarde será difícil encontrar el tiempo para desayunar. Compra un sándwich, un café y una manzana. A la mitad del sándwich, su estómago le pide que pare. A Pachita siempre le ha sabido mal tirar la comida, así que decide no ser una niña llorona y terminar su desayuno. Pachita lo come todo y se dirige a la sala de espera.

En el camino, Pachita se topa con una computadora que cuenta con servicio de impresión. Se dice que es el momento. Saca un euro y lo deposita en el orificio correspondiente. Todo marcha sobre ruedas; Pachita abre su correo, encuentra su reservación de hotel y su boleto electrónico de vuelo. Intenta imprimir. Una rueda de la carreta se ha roto: es imposible imprimir.

Pachita, siempre perezosa e impaciente, se dice sin pensarlo más que el problema es que no ha metido suficiente dinero, así que mete otro euro... y otro... y otro... pero la cosa no va. Pachita quisiera pelearse físicamente con la máquina del infierno, pero decide que ella tiene demasiada clase para eso, así que hace lo que le parece más digno; cierra la sesión y espera que la computadora le devuelva el dinero que no ha utilizado. Nada. Aún más altanero que la propia Pachita, el ordenador le muestra un mensaje que dice que no devuelve cambio, pero que, si lo desea, puede marcar el número de 20 cifras que aparece en pantalla para que el servicio al cliente le explique cómo utilizar ese crédito en llamadas internacionales. Pachita le advierte que eso no quedará allí; saca su pluma, saca su libreta y comienza a escribir. Unos segundos después, cuando Pachita ha anotado apenas tres cuartas partes del número, la computadora se reinicia y muestra de nuevo su engañoso y traicionero mensaje de bienvenida.

Pachita, con lágrimas en los ojos, mira desesperada alrededor. Una señora pasa, el chico del carrito de pan platica con una empleada. Las nauseas de Pachita son cada vez más salvajes; todo su mundo da vueltas.

Pachita continúa su camino a la sala de espera. Una vez allí, toma asiento. Pero no, su estómago le dice que la experiencia no ha terminado. Pachita corre al baño y vomita el sándwich que no ha querido tirar a la basura.